domingo, 24 de noviembre de 2013

Mensaje en una botella

I'll Regret It All in the Morning by Linda Thompson/Richard Thompson on Grooveshark
 
 
Los alcohólicos erigen defensas como diques los holandeses. Yo me pasé los primeros doce años de mi vida matrimonial diciendo que «sólo me gustaba beber». También practiqué la Defensa Hemingway, famosa en el mundo entero. Nunca se ha expuesto con claridad (porque no sería de machos) pero consiste más o menos en lo siguiente: soy escritor, es decir, una persona muy sensible; pero también soy un hombre, y los verdaderos hombres no se dejan gobernar por la sensibilidad, porque eso sería de maricones; por lo tanto, bebo. ¿Hay alguna otra manera de afrontar el horror existencial y seguir trabajando? Además no pasa nada, puesto que yo me controlo. Como buen machote.

Todo hasta que a principios de los ochenta la asamblea legislativa del estado de Maine aprobó una ley sobre botellas y latas retornables. A partir de entonces mis latas de medio litro de Miller Lite ya no acababan en la basura, sino en un conteiner de plástico que había en el garaje. Un jueves por la noche salí a sepultar allí unos cuantos cadáveres caídos en combate. Para mi sorpresa, el conteiner, vacío el lunes por la noche, estaba casi lleno. El único bebedor de Miller Lite de toda la casa era yo.
 
¡La puta!, pensé. ¡Soy alcohólico! Y no se elevó en mi cabeza ninguna opinión disonante. Téngase en cuenta que hablo de alguien que había firmado El resplandor sin darse cuenta de estar escribiendo sobre sí mismo (al menos hasta la noche que acabo de referir). Mi reacción a la idea no fue desmentirla ni matizarla, sino tomar una decisión muy influida por el miedo. Recuerdo claramente que pensé: mucho cuidado ahora porque si la cagás...
 
Si la cagaba (chocando y haciéndome mierda con el auto o reventando una entrevista en directo por la tele) no faltaría quien me aconsejara controlar mi afición a la bebida, y decirle a un alcohólico que controle lo que bebe es como decirle a alguien con una diarrea de esas que hacen historia que controle los esfínteres. Tengo un amigo que ha pasado por lo mismo y cuenta una anécdota graciosa sobre su primera tentativa de recuperar el dominio de una vida que se le escapaba. Acudió a un psicólogo y dijo que a su mujer le parecía mal que bebiera tanto.
—¿Cuánto bebe? —preguntó el psicólogo. Mi amigo lo miró con incredulidad.
—Todo —contestó, como si cayera por su peso.
Sé lo que sentía. Yo ya hace casi doce años que no pruebo el alcohol, pero sigue pareciéndome inconcebible la visión de alguien en un restaurante con una copa de vino a medias. Me dan ganas de levantarme, ir a su mesa y gritarle en la cara: «¡Terminátela! ¿Por qué no te la terminás?» Me parece ridícula la idea de beber alcohol como acto social. ¿Si no querés ponerte en pedo, por qué carajo no te pedís mejor una Coca y listo?
 
Durante mis cinco últimos años de bebedor, siempre remataba las noches con el mismo ritual: vaciar en el lavaplatos las cervezas que quedaran en la heladera. Si no, al acostarme las oía hablar y no tenía más remedio que levantarme a coger otra. Y otra. Y otra.
 
En 1985 se había sumado a mi problema alcohólico la adicción a las drogas, pero seguí funcionando con relativa normalidad, como muchos consumidores de estupefacientes. La idea de no hacerlo me provocaba pavor. Se me había olvidado por completo cómo vivir de otra manera. Me desvivía por esconder las sustancias que tomaba, tanto por miedo como por vergüenza. ¿Qué me ocurriría sin droga? Le había perdido el paso a la vida normal. Volvía a limpiarme el culo con ortigas, y esta vez a diario, pero no podía pedir ayuda. En mi familia no se hacía así. En mi familia se fumaba, se bailaba pisando gelatina y cada cual se guardaba sus cosas.

Aun así, la parte de mí que escribe novelas y cuentos, la parte profunda que en 1975 (año en que escribí El resplandor) ya sabía que era alcohólico, no estaba dispuesta a aceptarlo. Como no entiende de silencios, empezó a gritar pidiendo ayuda de la única manera que sabía: a través de mis relatos y de mis monstruos. A finales de 1985 y principios de 1986 escribí Misery (título que describe perfectamente mi estado de ánimo) la historia de un escritor que cae prisionero de una enfermera psicópata y es torturado por ella. En primavera y verano de 1986 escribí Tommyknockers en sesiones que solían prolongarse hasta la medianoche, con el corazón a ciento treinta pulsaciones por minuto y las orejas tapadas con algodón para cortar la hemorragia debida al consumo de coca.
 
Tommyknockers es un relato de ciencia ficción a lo años cuarenta donde la protagonista, que es escritora, descubre una nave alienígena enterrada en el suelo. La tripulación sigue dentro, pero no muerta, sino en hibernación. Se trata de unos extraterrestres que se te meten en la cabeza y hacen trastadas. El resultado es energía y una inteligencia de índole superficial (la escritora, Bobbi Anderson, inventa entre otras cosas una máquina de escribir telepática y un calentador de agua atómico) pero se paga con el alma. Fue la mejor metáfora de las drogas y el alcohol que se le ocurrió a mi cerebro, cansado y sometido a un estrés brutal.
 
Poco tiempo después, mi mujer llegó a la conclusión de que no saldría solo de aquella espiral descendente e intervino. Dudo que fuera fácil, porque yo ya estaba muy lejos de cualquier sensatez, pero lo consiguió. Montó un grupo de intervención formado por parientes y amigos, y fui obsequiado con una especie de tour por mi vida en el infierno. El primer paso que dio Tabby fue vaciar en la alfombra una bolsa de basura llena de cosas de mi despacho: latas de cerveza, colillas, cocaína en botellitas de gramo, más cocaína en bolsitas, cucharitas para coca manchadas de mocos y sangre seca, Valium, Xanax, frascos de jarabe Robitussin para la tos y de NyQuil anticatarro, y hasta botellas de elixir bucal. Aproximadamente un año antes, al observar la rapidez conque desaparecían del lavabo auténticos botellones de Listerine, me preguntó Tabby si me lo bebía. Mi respuesta, imbuida de altivez y superioridad, fue que cómo iba a bebérmelo. Y era verdad. Prefería beberme el Scope, que era más agradable porque sabía un poco a menta.

El sentido de la intervención, de la cual puedo asegurar que fue igual de desagradable para mi mujer e hijos que para mí, es que yo me estaba matando delante de sus narices. Tabby me dijo que tenía dos alternativas: o hacer un tratamiento de rehabilitación o marcharme de casa enseguida. Dijo que ella y los niños me amaban mucho, y que por eso mismo no querían presenciar mi suicidio.

Yo regatié, que es lo que hacen los adictos. Estuve encantador, como todos los adictos, y conseguí dos semanas para pensarlo. Ahora, visto en perspectiva, se me ocurre un resumen de toda la locura de aquella época. Un edificio se está incendiando. En la terraza hay un tipo agitando los brazos. Llega un helicóptero, se coloca encima de él, suelta una escalerilla de cuerda y alguien grita desde la cabina: «¡Suba!». Y el tipo responde: «¡Deme dos semanas para pensarlo!»
 
La verdad, sin embargo, es que pensé (al menos hasta donde me lo permitía mi estado) y acabó por decidirme Annie Wilkes, la enfermera de Misery. Annie personificaba la coca y la bebida, y decidí que estaba cansado de ser su escritor mascota. Temí no poder seguir trabajando sin alcohol ni droga, pero decidí (repito, hasta donde me lo permitía mi estado de confusión y desánimo) darlo todo a cambio de seguir casado y ver crecer a los chicos. Si de veras había que escoger.
 



Que no fue el caso, evidentemente. La idea de que la creación y las sustancias sicotrópicas vayan de la mano es uno de los grandes mitos de nuestra época, tanto a nivel intelectual como de cultura popular. Los cuatro escritores del siglo veinte cuya obra ha tenido mayor responsabilidad en ello deben de ser Hemingway, Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson y el poeta Dylan Thomas. Son los que han formado nuestra visión de un baldío existencial donde la gente ya no se comunica y vive en un ambiente de asfixia y desesperación emocionales. Ninguno de esos conceptos le es desconocido a la mayoría de los alcohólicos, pero la reacción habitual es encontrarlos graciosos. Los escritores que se enganchan a determinadas sustancias no se diferencian en nada de los demás adictos; son, en otras palabras, borrachos y drogatas vulgaris. Las afirmaciones de que la droga y el alcohol son necesarios para atenuar un exceso de sensibilidad no pasan de ser la típica chorrada para justificarse. He oído el mismo argumento en boca de operadores de quitanieves: que beben para calmar a los demonios. Da lo mismo ser James Jones, John Cheever o un simple borrachín de pueblo. Para un adicto, el derecho al alcohol o la droga elegida debe protegerse a toda costa. Hemingway y Fitzgerald no bebían porque fuesen personas creativas, alienadas u oralmente débiles, sino por la misma razón que todos los alcohólicos. No digo que la gente creativa no corra mayor riesgo de engancharse que en otros trabajos, pero ¿y qué? A la hora de vomitar en la cuneta, nos parecemos todos bastante.
 
Al final de mis aventuras bebía cada noche una caja de latas de medio litro, y tengo una novela, Cujo, que apenas recuerdo haber escrito. No lo digo con orgullo ni con vergüenza, nomás con la vaga sensación de haber perdido algo. Es un libro que me gusta, y ojalá guardara un recuerdo agradable de haber redactado las partes buenas.

En los peores momentos no quería beber ni estar sobrio. Me sentía desahuciado de mi propia vida. Al iniciar el camino de vuelta, mi máxima ambición era creer en los que me prometían una mejora a cambio de tiempo. Y en ningún momento dejé de escribir. Me salieron muchas páginas sin garra, como de aprendiz, pero al menos salían. Luego las metía en el último cajón del escritorio y pasaba al proyecto siguiente. Poco a poco volví a encontrar el ritmo, y después la alegría. Me reintegré a mi familia con gratitud, y a mi trabajo con alivio. Volvía como cuando se vuelve a la casa de campo después de un largo invierno y se empieza comprobando que no hayan robado ni roto nada durante los meses de frío. Estaba todo intacto, todo en su sitio, completo. Una vez descongeladas las cañerías, y prendido la corriente, funcionaba todo.
 
Stephen King
On Writing, (2000)

 

 

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