lunes, 29 de abril de 2013

Tenores, bajos, barítonos: men

 
Uno de mis profes de canto. El padre de mi amigo Ricar y de la mina más bonita que haya habido en este y cualquier mundo. Jefe de una familia de campeones. Campeones de lucha libre, literalmente: comunistas. En realidad esto lo escribió el mayor de sus hijos. Es lo mismo, y se llaman igual. Se recomienda leerla de a poco. Bébala. Se titula "Muerte y resurrección de Hugo Chávez".
 
 
Alberto Catena


El 5 de marzo pasado murió el presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías. Hace unos días, la mayoría del pueblo de esa nación, en medio del dolor que todavía provoca su deceso, ratificó en elecciones para sucederlo que desea continuar por el rumbo que él trazó. Estas líneas son, antes que nada, una valoración de lo que la personalidad y la gestión de ese líder significó para su país y la región, pero también una ponderación de las perspectivas que se abren ante su ausencia.

La muerte, ese fin del oficio humano decía Séneca, suele llegar a nuestras vidas sin avisar, de la manera más impensada. No tenemos control sobre esa contingencia que algún día sobrevendrá. Sabemos que alguna vez nos tocará partir hacia ese misterioso y democrático destino del que nadie se salva ni deja testimonio, pero ignoramos cuál será el instante exacto en que el viaje comenzará. Es esa incertidumbre la que nos sobrecoge y produce escalofrío. Frente al enigma, las personas suelen defenderse imaginando o deseando que sus días duren lo más posible. O al menos, el máximo dentro de lo que cada época marca como promedio de vida razonable. Lo que ocurre fuera de esa expectativa nos provoca una angustiosa sensación de injusticia, la impresión de que la muerte llegó en forma extemporánea, inadecuada.
El dolor y la estupefacción provocados por la desaparición de algunas figuras públicas que estaban en la plenitud de su madurez –o en una edad que no sugería los riesgos de la vejez a la vista- suelen estar atravesados por esa misma sensación de inequidad a la que aludimos en el párrafo anterior. Y eso debido a que esas figuras, al fallecer en forma sorpresiva o inoportuna, tenían en opinión de muchos de sus contemporáneos un camino fértil que recorrer aún y propuestas que ofrecer al mundo. O bien porque encarnaban, para el imaginario de ciertas sociedades, un conjunto de sueños irrenunciables.
La muerte del presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez Frías, a los 58 años, como antes la de Néstor Kirchner, tiene todos los rasgos de esas ausencias consumadas fuera de hora. Tal vez eso explique por qué, aún sabiendo la gravedad de su enfermedad, tanta gente que lo amó se aferró hasta último momento a una esperanza que parecía de imposible plasmación. Esos sentimientos de amor y dolor entremezclados se tradujeron tanto en Venezuela como en América Latina en una verdadera conmoción colectiva, que, tal vez por su hondura, solo sea comparable a las que ocasionaron en su tiempo el asesinato del Che Guevara en Bolivia y el martirologio de Salvador Allende en Chile.
Fuera de la región, su muerte también suscitó una fuerte repercusión mundial. No por azar. En sus catorce años de gestión al frente del gobierno de su país, Chávez se había constituido en una personalidad esencial para Latinoamérica y de gran influencia en el tratamiento de algunos temas de interés planetario. Fueron muchas y sustanciales las transformaciones que impulsó en su sociedad, al punto que hubo una Venezuela anterior a Chávez y otra a partir de él. La erradicación de la miseria y la pobreza extrema y la universalización de distintos derechos sociales (a la salud, a la educación, a las pensiones, y últimamente a la vivienda) fueron solo algunos de los logros de esta nueva Venezuela. A lo que hay que añadir la ampliación de los espacios de participación política de las personas en democracia, que, como dice el politólogo español Íñigo Errejon, cambió radicalmente la mentalidad colectiva de los venezolanos, mostrándoles para qué sirve el desarrollo y uso de una cultura política.
El mar de personas de pueblo que, bajo el sol rajante de Caracas, desfiló durante días para verlo en su féretro es la prueba más contundente de esa gratitud sin límite que generó su gestión. Una exteriorización que ni la más cerril de las cegueras –la de la mente, no la de los ojos- podría dejar de percibir. Fueron millones de personas que manifestaron su inmensa congoja, pero a la vez una clara y orgullosa conciencia de por qué apoyaban a ese líder. Pocas veces se vio llorar tanto a la gente de ese país y de América Latina, Argentina incluida. Chávez, y no es exagerarlo decirlo, fue el Bolívar de esta época para su patria. Y como él murió de una manera trágica, prematura, aunque con una diferencia: el libertador agonizó preso del desencanto, Chávez falleció sabiendo que su legado quedaba en buenas manos, la de su pueblo. Uno había quedado atrapado en su laberinto, el otro no.
No obstante, la dimensión de Chávez excedió largamente su gestión en Venezuela, aunque solo ella bastaría para justificar su paso por la vida y la política. Contribuyó, tal vez como ningún otro dirigente de este tiempo, a la consolidación de los lazos fraternos en la región. Lo hizo a través de la formación de organismos como la Unasur, el Banco del Sur, la Celac o su ingreso reciente al Mercosur; del incremento de las relaciones en lo comercial y económico o de su participación directa en distintos actos de diplomacia y negociación ante los gobiernos del hemisferio y muchos otros hechos, entre los cuales habría que dedicarle un especial recuerdo a aquel histórico encuentro en Mar del Plata donde se sepultó al ALCA.
Pero operó, además, como un factor de solidaridad concreta y de ayuda a otros gobiernos hermanos, como los de Argentina, Cuba, Uruguay o Bolivia en coyunturas difíciles. No en vano, Fidel Castro dijo de él: “Murió el mejor amigo de Cuba de toda su historia”. O Pepe Mujica primer mandatario del Uruguay: “Fue el gobernante más generoso que conocí en esta región.” El rostro de muchos presidentes del continente, como Evo Morales, Rafael Correa, Cristina Fernández de Kirchner, el propio Mujica, trasuntaban un dolor por su pérdida que habla de una hermandad como acaso pocas veces hubo en América, quizás en algún punto asimilable a la que sintieron entre sí los libertadores del continente sudamericano o algunos de los patriotas de Mayo entre sí.
Todavía hay otro aporte tan o más importante que los enumerados en esta nota y muchos otros escritos dedicados a su muerte: fue el primer líder de América en romper el cerrojo de sumisión material y espiritual que había impuesto el dominio pleno del neoliberalismo en el planeta, pero en particular en nuestra región. Un dominio que, con el cuento de la irrupción del fin de la historia y de las luchas sociales, instaba a celebrar un flamante período de “armonía” en la humanidad que nunca llegó. Y que muy pronto mostró su verdadero e infernal rostro: el de la exclusión y la miseria diseminadas en la tierra solo para asegurar la rapiña y la acumulación de nuevas e increíbles ganancias a los eternos dueños del poder.
Él fue el primero en perforar ese muro. Es verdad que estaba la Cuba sobreviviente de la caída del otro muro, soportando estoica el asedio de los nuevos huracanes sobre el azúcar de la revolución que provocaba el capitalismo. Y que también, en otros puntos del planeta y de la propia región, crecían y se multiplicaban las luchas contra el ideario neoliberal, en clara prueba de que la quietud del nirvana no existe para las sociedades injustas. Bajo ese espíritu de resistencia, en expansión lenta pero continuada, se formó el sedimento social y subjetivo que dio origen a la constelación de líderes que, en los últimos quince años, a partir del triunfo de Chávez en su primera elección de 1998, surgieron y protagonizaron esta etapa inédita que vive América Latina.
“Líderes que se involucran personalmente en su actividad, revalorizando la política como rectora de la economía, otorgándole relevancia a la palabra y contenido a los gestos y dejando literalmente la vida en ella. Latinoamérica redefinió la ontología efectual”, dice con precisión Diego Ezequiel Litvinoff en Página 12 del jueves 28 de marzo. La expresión “ontología efectual” aludía al conjunto de gestos efectistas que realizan algunos sectores de la Iglesia hacia los pobres, de supuesta humildad y comprensión de su situación, pero que nunca se comprometen con un cambio profundo de ella.
Chávez fue el primero de esos líderes en interpretar que, en el terreno de aquellas rebeldías que las policías del sistema reprimían a fines del siglo pasado y los medios de comunicación silenciaban lo más posible, comenzaban a germinar las semillas de otro ciclo emancipador. Y eso se proclamó, desde un gobierno de la región, en tiempos en que lo predominante en las instituciones y partidos del planeta era la genuflexión ante el pensamiento único neoliberal, el absurdo y narcotizador relato de que las ideologías habían muerto, comprado incluso por no pocos intelectuales de izquierda. Fue él quien se atrevió a recapturar palabras y gramáticas de las tradiciones libertarias que aquel relato del poder globalizado había desacreditado como inservibles antiguallas del pasado.
Fue él quien habló otra vez de socialismo, aunque le agregó del siglo XXl, porque entendió que un nuevo ciclo de emancipación debía enmendar los viejos errores del dogmatismo y el autoritarismo burocrático. Y también nutrirse de todas las tradiciones y batallas honestas libradas durante la historia por un mundo más equitativo, incluidas las que venían de las utopías del igualitarismo cristiano o de las distintas formas del socialismo solidario. Todo eso lo concibió para ser cumplido en el contexto de una realidad donde cualquier proceso de transformación fuera legitimado por las formas de la libertad y la democracia, de la elección popular, enriquecida por una participación cada vez mayor de las personas en los ámbitos de decisión.
Y ese fue uno de los rasgos sobresalientes de la gestión de Chávez: la de un profundo democratismo. Porque, en rotunda desmentida a los que lo calificaban de tirano, el líder bolivariano realizó 14 contiendas electorales desde que fue ungido por primera vez en el gobierno, 4 de ellas (1998, 2000, 2006 y 2012) para presidente, que ganó. En 13 de las 14 restantes triunfó y en otra perdió: la del referendo de 1992, por una ínfima diferencia de un punto y con una abstención del 40 por ciento del electorado. En esa ocasión reconoció rápidamente su derrota, como corresponde a alguien que reconoce antes que nada la voluntad popular.
O sea que, virtualmente, rindió cuentas cada año de su gestión, récord que no tiene parangón en otro proceso transformador ocurrido en las últimas décadas. Sin esa marca inexpugnable de legitimidad, Venezuela no hubiera sido respetada como lo ha sido. Ni hubiera podido soportar la feroz campaña de los medios de comunicación concentrados, que lo atacaron sin piedad y denigraron su figura con calumnias y burlas como pocas veces se ha visto en la prensa mundial, o la conspiración de la derecha económica de su país y de los intereses trasnacionales asociados a ella, que perpetró en 2002 un golpe sofocado a los dos días. Nada de esto pudo mellar su marcha ni poner en duda esa legitimidad ganada palmo a palmo.
Se podrían mencionar otros méritos en Chávez, pero tal vez ninguno haya asombrado tanto como el de ser un auténtico humanista, un individuo abierto a los problemas y penurias de sus semejantes con una sensibilidad y comprensión que desarrollan solo los que creen de verdad en la redención humana. Por eso despertó semejante devoción. Esa fue su exacta estatura: la del líder que sueña estrategias temerarias y al mismo tiempo la del ser humano común, que se une al barro y el río de la cotidianeidad para sentir el latido y los rumores de las aguas que bañan la vida. Que no simula ser un hijo del pueblo, sino que lo es en realidad y en su expresión más completa.
Él simbolizó como nadie aquella frase que dice que los actuales líderes de América Latina se parecen a sus propios pueblos. Y es así porque estaba hecho de la misma madera que los hombres y mujeres pobres de Venezuela, de su misma gracia caribeña, de sus mismos modales cálidos y alegres. Es imposible no aceptar que se extrañará su figura en los distintos escenarios de América Latina, esa informalidad que llenaba de molesto embarazo a los políticos de cartón y que bien mirada no mostraba otra cosa que el extraordinario júbilo de un hombre que amaba y celebraba la vida.
Un hombre con errores y pifias, como cualquier mortal. No hay hombres perfectos ni puros, solo individuos distintos a los otros por su lucidez política y su capacidad de dar pelea por una causa a la que entregan su vida. A todos ellos, la historia luego les cuenta las costillas para ver qué hicieron bien y qué hicieron mal. Chávez tendrá un buen lugar en ella, qué duda cabe. Ya lo tiene. Algunos sostienen que el proceso de transformación en Venezuela tuvo yerros. Quién lo niega. Se realizó bajo condiciones previas de desigualdad y podredumbre moral, heredadas del pasado, que nadie hubiera podido garantizar una marcha sin dificultades y equivocaciones. A pesar de esos traspiés, Venezuela es hoy otro país.
Y se apresta a cumplir, como lo ha dicho el presidente recién elegido y sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, todas las asignaturas que el propio líder reconocía como pendientes, sin resolver, en la agenda del gobierno: corrupción, inseguridad, liquidación total de la pobreza y otros temas. Hay quienes ahora se inquietan por la leve diferencia con que el chavismo ganó a la oposición encabezada por Henrique Capriles y señalan desaciertos en la campaña. Es posible que esos desaciertos hayan existido. También los hubo en vida de Chávez. Como queda implícito en lo que dijimos antes: el error es inevitable en el que hace, lo importante es la honestidad para admitirlo cuando existe y modificarlo. Y el gobierno de Maduro tiene ahora, tras un triunfo de absoluta legitimidad, como lo admitió la mayoría de los países, la excepcional oportunidad de avanzar en la dirección que profundice el proceso de cambios ya realizados en estos últimos 14 años.
Si alguien pensó que continuar y ahondar la herencia del líder sería fácil y lineal ya es hora de que ahuyente esa ilusión. Liderazgos como los de Chávez dejan un vacío muy difícil de llenar y no se inventan de la noche a la mañana. De modo que Venezuela comienza a transitar una nueva etapa. Y, entre los factores que se deben tener en cuenta para este período, está el que nos señala que hay una oposición que cuenta con ingentes recursos económicos y mediáticos adentro y fuera del país para seguir perturbando la estabilidad del país. Y que cobija grupos que están dispuestos incluso a matar con tal de imponer sus fines, como quedó demostrado el lunes 15 de abril con el asesinato de 8 militantes del chavismo.
Lo cual significa que seguir la tarea será más duro sin Chávez, pero no imposible. Si hay una lección clara que deja como herencia este líder es haber proscripto esa palabra de los diccionarios del hacer político. No hay nada imposible para un pueblo en marcha, dispuesto a desplegar su participación en todos los ámbitos de la acción transformadora. El desafío de los dirigentes está en estimular cada vez más esa participación y en organizarla sólidamente, para aumentar su influencia decisoria y evitar que se quiebre o debilite lo mucho que se ha logrado.
Y nada hace pensar que, más allá de las dificultades que haya hoy, algún dirigente del movimiento creado por Chávez quiera rifar este legado extraordinario que, tras haber despertado como un rayo revitalizador las viejas insurgencias dormidas del continente, hoy está instalado en el corazón de millones de personas en y fuera de Venezuela. La misma elección del 14 de abril, con todas las conclusiones que se puedan sacar sobre ella, dejó en claro que hay un pueblo despierto y alerta, animado por el cálido recuerdo de su líder y dispuesto a convertir cada batalla en una resurrección de sus ideas.
De la maravillosa desmesura y humanidad de Chávez queda ahora la leyenda, el mito. Pero no un mito congelado, sino viviente, pleno de ejemplaridad, de enseñanzas que el cariño y el recuerdo convertirán, para los hombres que lo siguen y lo seguirán en el futuro, en fuego transformador, en vendales de moral solidaria para el resto de los tiempos. Igual a los vientos que sembró Bolívar y que él mismo retomó. Como decía una perdurable y vieja máxima india: “Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando.” 

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