sábado, 31 de julio de 2010

Acción de gracias

El Julio era un gringo grandote y amigable de General Pico. Desde joven estuvo involucrado en política, desde esa época no muy lejana en que las bandas parapoliciales obligaban a defender la vida militante cargando un chumbo junto al corazón. A los 62 años su salud se descompuso y murió el jueves pasado. Al día siguiente el diario “La Arena” de La Pampa lo recordó de esta manera: “Siempre involucrado en cuanta causa social aparecía, agudo observador de la realidad, respetuoso a la hora de debatir grandes y pequeños temas, de gustos simples y vida sencilla como entendía que debía ser la de un comunista, Julio Pedehontaá supo ganarse el respeto y la estima de camaradas, compañeros, hasta de correligionarios y curas, porque para él, la amistad y la solidaridad excedían el estereotipo que puede dar una ideología”.

Le conocí a mediados de los ´90 en Córdoba, adonde él había recalado con la misión de colaborar en la reconstrucción del Partido y la Federación Juvenil Comunista provincial, organizaciones revolucionarias que como muchas habían quedado machucadas tras el derrumbe de Berlín y las estatuas de Lenin. Era preciso quitarse los escombros de encima, afinar la autocrítica, reunir las hermandades necesarias para contrarrestar una nueva epidemia de macartismo que contagiaba el virus del fin de la historia y las ideologías, para eternidad del imperio capitalista. Si no hubo tal desenlace, si la validez de aquellas tesis fue tan efímera, si muy pronto el mundo unipolar se miró en el océano y vio que tenía ojos chinos, piel de Evo, voz de Chávez, la barba de Fidel y turbante, fue gracias a gente como el Julio.

Nos juntamos varias veces. Bajo lunas de cerveza cuando fue entresemana, alrededor del vino cuando en domingos nostalgiosos del almuerzo en familia. Me contó que había sido guardaespaldas de Santucho, que en Buenos Aires conoció a Julio Sosa, que el gran cantante uruguayo era tan celoso que evitaba andar con minas demasiado lindas. Cierta vez, charlando sobre las vías hacia el poder y las reglas generales de la autodefensa de masas, me dijo con firme serenidad algo que se me quedó grabado: “Cuando sacás un arma, es para usarla”.

A fines de 1998 hubo elecciones para gobernador de Córdoba. Yo había rendido la última materia de la facultad en el invierno. En los primeros días de diciembre, el Julio se apareció por mi casa ofreciéndome resolver la propaganda radial de Izquierda Unida, la reiterada alianza entre el PC y el MAS. El presupuesto electoral apenas alcanzaba para unos cuantos spots en un par de frecuencias alternativas. Imprimí los cassettes en mi portaestudio, con mi propio eslogan y mi guitarra. Se pasaron durante la última semana de campaña por los programas de la “FM A Galena” y en la radio de la “UTN”. El domingo 20, después de varias candidaturas frustradas, José Manuel De La Sota ganó su primera gobernación. En el magro recuento de los votos para la izquierda, nuestra lista salió por delante del Partido Obrero y Patria Libre. A principios del año nuevo me despedí de Córdoba y partí hacia el futuro, hacia Centroamérica, con el trabajo asignado de aprender cómo se hace una revolución.

El año 1999 fue hasta ahora el mejor de mi vida. Durante la primera mitad pasé por Cuba, llegué a El Salvador, entrevisté a sus héroes guerrilleros, estudié su lucha, subí sus volcanes, nadé en sus lagos y playas del Pacífico, y hasta me enamoré de nuevo. La otra mitad del año transcurrió en La Antigua Guatemala, organizando la información recolectada en tierras salvadoreñas y cumpliendo el sueño de ganarme unos pesos cantando. El segundo lunes de octubre amanecí en una vivienda de la calle Chipilapa, que compartía con los amigos que la noche y los bares me trajeron desde distintas partes del planeta. Entre ellos un canadiense, quien esa jornada, como todo segundo lunes de octubre, festejaba el Día de Acción de Gracias del Canadá. En 1999 lo celebró con nosotros, con una soberana parrillada y harta bebida desde el mediodía.

Para la noche ya habían desfilado decenas de invitados y botellas. Sólo quedábamos en pie un guatemalteco, un norteamericano y un argentino. No muy enteros, pero con suficientes bríos para estirar la parranda en algún bar. No recuerdo por qué terminamos en “La Chimenea”, tugurio que por alguna u otra razón siempre me había dado mala espina. Adentro nos separamos, cada quien a merced de su inquieta y precaria estabilidad. La mía me llevó a echar anclas en la barra, y vaya uno a saber cómo empezó la cosa. Dos locales que atracaban a mi lado de repente se pusieron molestos. No los conocía. No había ninguna razón para involucrarse en nada grave. Yo andaba “a verga” igual que ellos. Tanto carece de importancia lo que nos dijimos que quedó olvidado en la confusa bruma del momento. Era por consiguiente absolutamente ridículo sacar una pistola, como uno de ellos hizo, apuntándome a la frente. No tuve miedo. Me bastó con repetir, firme y sereno, aquel consejo del Julio Pedehontaá: “Cuando sacás un arma, es para usarla”.

El tipo balbuceó alguna pavada, enfundó la pistola y se largó con su cuate a buscar otro con quien meterse. Cuando el bar estaba a punto de cerrar apareció mi amigo guatemalteco con la cara chorreando de sangre. El mismo tarambana le había pegado un culatazo en la sien. Cayó la policía. Contra el capó de un patrullero le estrellé la cabeza al imbécil unas cuantas veces, hasta que la cana me convenció de subir al vehículo para llevarnos hasta el hospital de Jocotenango, del otro lado de los cerros. Los alteradores del anochecer de un día agitado de acción de gracias canadiense terminaron la noche en el calabozo, y el amigo americano durmiendo la mona en su casa. Cruzando los cerros, la policía estacionó en la puerta desierta del hospital y me pidió que esperara ahí mientras conducían al herido a la guardia. Pasaron los minutos y se largó a llover. Serían las 3 de la mañana, yo no daba más. Pensé que mi socio estaba fuera de peligro y emprendí el regreso trepando la cuesta. Del otro lado salí a dar a una calle empedrada y apenas iluminada, sin un alma, tan larga que parecía no tener fin. Llovía fino pero constante, “chipi chipi” como le dicen. Exhausto, tenía resuelto echarme debajo del primer techo que se apiadara, allí mismo en Jocotenango, el pueblito de Ricardo Arjona, cuando a lo lejos vi aparecer una luz. La vi venir desde el fondo infinito y acercarse de a poquito. Era un increíble taxi. ¿A quién debía el milagro y mi acción de gracias? Al año 1999, a los lugares y la gente que me regaló, a la buena influencia y memoria que me dejaron, y al Julio, que en paz descansa.

Jocotenango



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