domingo, 27 de diciembre de 2009

Los Rodríguez


Érase una vez a mediados de 1982 cuando el Enrique Zarazúa volvió de su paso por Cuba trayendo unos discos. Se los llevaba para San Juan, pero en aquel fin de semana que se hospedó en nuestra casa de Flores yo aproveché para pegarles una escuchada. No a todos, porque sucedió que me quedé embrujado con dos de “Silvio Rodríguez”. Con el nombre desconocido del artista lo que me llamó poderosamente la atención fueron las tapas. Una era sobria, con la silueta del cantante y su guitarra grabados en aguafuerte sobre fondo blanco. Se llamaba “Días y Flores”, y “Como esperando abril” era la canción de apertura del Lado Uno. Me pareció que cantaba una mujer. Ya había superado esa confusión cuando pasé al siguiente hallazgo, cuya portada, por el contrario, era bien barroca, un jardín plagado de pétalos y figuras femeninas. Claro que era “Mujeres”. 
Estuve todo el santo fin de semana sentado frente al tocadiscos, con los auriculares puestos, escuchando una y otra vez aquellos temas y releyendo las letras que venían impresas en la contraportada. Finalmente el Enrique partió para la provincia llevándose el tesoro.
Aunque me recorrí todas las disquerías de la avenida Rivadavia no hubo caso. Prohibición mediante, todavía no se había editado nada en la Argentina, ni de él ni de otro trovador cubano del que me fui enterando en mi búsqueda, un tal “Pablo Milanés”.
Así pasó un buen tiempo hasta que la retirada del gobierno militar abrió entre otras puertas la de la salida del primer disco de Silvio en Argentina. Fue una especie de edición local de “Días y Flores”, con otra tapa, y titulado “Sueño con serpientes”. Al poco tiempo se lanzó también “Mujeres”, que a comparación del original tuvo un entrañable anque pedorrísimo diseño de cubierta.
En esas épocas yo me afilié al Partido Comunista, y en una de las actividades de solidaridad con la Revolución Sandinista que se realizó en el local de Callao, los allí presentes vimos y escuchamos extasiados un video del último Festival de Varadero en donde Silvio presentó dos de sus más recientes composiciones: “Canción urgente para Nicaragua” y “Unicornio”.
En 1984, ya célebres en toda Latinoamérica, Silvio y Pablo vinieron juntos a cantar a la Argentina. Fue una serie colosal, inacabable e inolvidable de conciertos en el Estadio Obras. Una noche, a la vuelta de un agasajo en la Embajada de la República Democrática Alemana, mis viejos trajeron dos entradas para el segundo concierto. En Buenos Aires andaba justo de visita mi tío Andrés, que a punto estaba de recibirse de médico en Córdoba, donde se había hecho fan de Silvio. Juntos fuimos a sentarnos en la fila 18. Las luces no se habían apagado, y así, en jeans y camisa a cuadros, como yendo de la cama al living, Silvio se apareció en el escenario.
Fui a otros tres recitales, a todos entrando con grupos de militantes colados tras el inicio de la función. Su música, y la de Pablo, la de Santiago Feliú y la de Buena Vista entre tantos otros han seguido acompañándome desde entonces. Muchas de sus canciones las hice mías, o de mi guitarra, y ya eran o fueron también de mis amigos. Lo tuve muy cerca una vez en una conferencia de prensa. En julio del 2001, de camino a Noruega, haciendo escala en La Habana, la querida Orya me regaló un libro celeste llamado “Canciones del mar”, en donde Silvio repasa brevemente la historia de sus inicios y de cómo en 1970 llegó a formar parte de la tripulación del “Playa Girón”, barco de la recién formada Flota Cubana de Pesca. El libro trae la letra y las partituras de todas las canciones, unas 100, que compuso en los meses de navegación hacia las islas del Cabo Verde.
Hoy, el diciembre en Quilmes es cuando menos tan caluroso como aquel febrero de 1992 en que un tour me llevó a descubrir con mis propios ojos la isla de Cuba. Llegué advertido de que recién empezaba el período especial. Una vendedora en una tienda me dio a entender que no estaban nada bien, y me dolió bastante. Entre daiquiris, una buena noche me hice amigo de los músicos que tocaban en “El Floridita” de Hemingway, donde canté algunos temitas de Charly y de Spinetta, antes de irnos a seguir la trova en la velada del Habana Libre. Los músicos nos acompañaron luego a mí y a mis compañeros de viaje hasta el Hotel Vedado, ahí a unas pocas cuadras. En la puerta les manguearon algunos dólares, pero no a mí. Volví a cantar por mi cuenta noches más tarde en la peña “La Piscuala”, de Pinar del Río, donde interpreté “Yolanda”, que es de Pablo, acompañado por unos veinte músicos del lugar. Y como esa hay miles de anécdotas más que unen mi vida y mi canción a las canciones de Silvio. Pero hay una que sobresale. Ocurrió en esa mi primera vez en Cuba. Esa noche, tras despedirme con abrazos de los trovadores del Floridita, mientras mis compañeros de tour se iban a dormir después de haberse desprendido de algunos dólares tan merecida e incuestionablemente ganados y mangueados por los colegas de la noche cubana, yo me fui al bar del hotel. Mientras el barman del Hotel Vedado me servía las latas de cerveza “Atuey” conque yo brindaba el haber cantado en La Habana, palabra va palabra viene, le conté que era un gran admirador de Silvio.

–Tu sabes –me dijo– que el papá de Silvio viene todos los días, después del mediodía, a beber un ron aquí.

A la siesta del día siguiente, a la vuelta del paseo por el Parque Lenin, y antes de partir hacia Pinar del Río, fui directamente al bar del Vedado. Me acomodé en la misma butaca de los tragos de la noche anterior. Era verdad. En la otra esquina de la barra, sentado bebiendo a solas, vi al padre de las facciones que yo reconocía. Era otro el barman, así que le pregunté. El tipo giró la cabeza hacia la otra esquina:

– Oye, ¿tú eres Rodríguez?

El señor, que desde su esquina había seguido mi entrada y mi pregunta, asintió con la cabeza y me invitó a acercarme.

Me dijo que la noche anterior lo había ido a esperar a su hijo al aeropuerto, que venía de grabar su último trabajo en la República Dominicana (“Silvio”). Charlamos un buen rato, y me dio el teléfono de su hija, María de los Ángeles, que era la mánager de Silvio, a quien le llamé y, naturalmente, me dijo que Silvio estaba muy cansado pero que me pusiera en contacto con ella en la inminente nueva gira por Argentina. Don Rodríguez insistió y me preguntó que hasta cuando me quedaba. Pero yo seguí con el plan de mi viaje, que terminó con mi grito de “¡¡¡Viva Cuba carajo!!!” al despegar de la isla, celebrado como por la hinchada de Boca en el avión. Después de todo, y sin querer, se me habían cumplido varios sueños.



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