domingo, 22 de noviembre de 2009

Cine Palma é Vampiros


¿Cómo se explica una película de amor entre dieciochoañeros que no beben, no fuman, no cojen, que casi ni se besan? ¿Cuál es la gracia de unos vampiros que no muerden cogotes, que no temen a la luz solar o a los crucifijos, que no detestan el ajo, que no duermen en ataúdes ni mueren estaqueados en el corazón? ¿En dónde se ha visto una de hombres lobos, y que además se llame Luna Nueva, en donde no haya una sola imagen del satélite?
Semejantes ingredientes no pueden resultar en otro menú que no sea el aburrimiento más total, o como bien dice un crítico del Tomatómetro: “El asesino número uno de la película son sus 2 horas 10 minutos de duración y la repetición continuada del argumento”. Por argumento se refiere a: la chica extraña los labios pintados del muchacho vampiro y se consuela histeriqueando a los abdominales del muchacho lobo.
La razón matriz de un plato tan insípido es que la autora de la saga, Stephenie Meyer, pertenece a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, más conocida como Iglesia Mormona, cuya doctrina considera que “nuestro Padre Celestial se deleita en la castidad” y predica “la sumisión a los reyes, presidentes, gobernadores y magistrados, la obediencia, honra y manutención de la ley”. Por ello, dada la bola formada en torno a sus fanatismos y récords de taquilla –y aunque suene paranoico– hay que ubicar al film como parte premeditada de la vanguardia ideológica conque la derecha norteamericana y mundial busca abrirse camino para recuperar terreno simbólico y político imponiendo una nueva restauración conservadora. El blanco del contrataque se ubica en la silueta del futuro próximo, es decir, los teenagers de hoy.
Para no quedarnos en la mera especulación política y chusmear sobre la calidad formal de sus contenidos, veamos lo que escribió Rodrigo Fresán y dijo Stephen King, quienes leyeron dos de los 29 millones de libros que Stephenie lleva vendidos sólo en el 2009, que le significaron 35 millones de euros equivalentes al puesto 26 de los famosos mejor remunerados del año: “Meyer –hay que decirlo, lo afirmó no hace mucho Stephen King causando un cierto revuelo– es una pésima escritora. Alguien que parece haber aprendido nuestro idioma siguiendo un poco riguroso curso por correspondencia”. Lo que King le dijo a USA Today fue que “ambas Rowling y Meyer están hablándole a un público joven; la real diferencia es que J.K.Rowling es una tremenda escritora y Meyer no puede escribir nada que valga la pena”.
Otra causa más general, pero no accidentalmente relacionada con la producción de este bodrio, debe rastrearse en las marcas que sobre la cinematografía contemporánea han dejado los colmillos finiseculares del esnobismo, esa poderosa gravedad que atrae a cierta gente hacia ciertas modas, ciertos autores, opiniones, usos lingüísticos, a la batucada. Por más que los líderes del primer mundo y la Ciudad de Buenos Aires celebren como gran hito de la humanidad la caída de una medianera alemana (la que, por cierto, tenía unos lindos murales) lo que más que nada se vino abajo con el dominó de los ‘80/‘90 fue la entrada al mercado laboral de las nuevas generaciones, los salarios, el prestigio de las ideas emancipadoras, la capa de ozono que permitió a un anticomunista casado con una activista antirock, ex vicepresidente del país más contaminante del planeta, ganar el Premio Nóbel de la Paz. Debacle que combinada con un fenómeno en sí mismo positivo como fue la híper masificación del modo de consumo individual que trajeron las tecnologías magnéticas y digitales, produjo un incremento exponencial de las escuelas y matrículas estudiantiles del séptimo arte. La infinita mayoría de los talentos y sueños que allí se educaron fueron molidos en las picadoras blockbuster de la industria, en tanto seguimos padeciendo las torturas infringidas por el genio de quienes triunfaron a merced de otras fuerzas y voluntades como la intervención divina de la mesmísima providencia que nos ayuda a esclarecer análogamente carreras tales como la del Gringo Heinze. No sería el caso de Chris Weitz, otrora director de la maravillosa Un gran chico, sino el caso de Chris Weitz, más acá hallado culpable de doble espectadoricidio por La brújula dorada y Luna nueva.
La salida de la Luna nueva costó 50 millones de dólares, de los cuales parece que la mitad se repartieron por igual entre los bolsillos adolescentes de la heroína, Kirsten Stewart, y su querido muerto vivo, Robert Pattison. No sé en qué se habrá invertido el resto, porque si contabilizamos los efectos especiales, aquí la gran guachada son unos perros a los que les pasaron el mouse, les dieron “Seleccionar todo”, “Zoom/Agrandar/Cortar/Pegar" y listo el pollo, digo, el lobizón. Es evidente que el poder de verosimilitud de lo efectos computarizados está retrasado respecto de la competencia receptiva de un público que vio La Guerra de las Galaxias hacen 30 años, Jurassic Park hacen 15 y Matrix hace ya una década.
Pero lo más exasperante de todo es la pendeja, la protagonista, siempre con esa hermosa cara de orto antes puesta en Hacia lo salvaje (la imbancable roadmovie “antisistema” de Sean Penn) Zhatura y la antecesora Crepúsculo, que siendo muy mala, sin embargo tenía uno que otro momento interesante, como cuando Edward la saca a pasear a Bella por entre las copas de las secuoyas, que sugiere a Súperman volando con Luisa sobre la noche de Metrópolis, o la escena del auto estrolado contra la granítica vampiridad del facha. Entre toda la basura que viene con la segunda entrega, hay también guiño a una obra maestra del subgénero como es Entrevista con el vampiro, y nos trasladamos a Italia para sufrir en la corte de una ilustre familia chupasangre, con la aparición de Dakota Fanning incluida en el tour.
Luna Nueva es el colmo de lo horrible, y el ingenio popular todavía no ha urdido los adjetivos, las puteadas necesarias para calificarla y desquitarse a gusto. Por fortuna la matemática admite el menos diez (–10).

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